En este juego de tiempos, nos vamos haciendo conscientes de la importancia que tiene el concepto de determinismo dentro de la novela, pues el protagonista cree que sus raíces, el barrio donde ha crecido y su situación afectivo-familiar han sido el germen para su mal, el caldo de cultivo que lo ha convertido e una persona aquejada por la depresión y la ira. Siempre con un lenguaje poético, el protagonista realiza un ritual catártico que despliega hacia la primera mitad un tono más violento y vulgar que puede resultarnos incómodo y, a la vez, nos hace comprender el caos que vive dentro de sí. Un caos que conforme se va ordenando deja paso a un lenguaje más cercano y lírico, marcado por la restauración de los lazos, por la aceptación de la pérdida en todos los sentidos. Es, en ese momento, cuando Aleksy se da el gusto de “querer” a su manera a la madre, a la que ahora mira a los ojos y la ve bella, débil y amorosa, es cuando la redención abre su corazón y su vista al paisaje, a los otros, aunque el dolor nunca se para.
Nos encontramos, por tanto, ante una novela que propone una lectura compleja y abierta, no sólo por su lenguaje que equilibra lo duro con lo poético, sino por la hibridación de géneros que introduce en sí, al ser una especie de confesión o diario desde la perspectiva de su protagonista. En ella, nos hallamos viviendo otra vida, recuerdos casi cinematográficos y primeros planos que son como puñetazos y que pueden sacarnos lágrimas o sonrisas, que nos devuelven al lugar donde encontramos la paz y aceptamos que hay cosas siempre por mejorar, sean los lazos que nos envuelven o nuestra propia salud; porque mientras leemos el diario de Aleksy, vemos y comprendemos sus cuadros aún sin que estos existan.