Digamos, en principio, que Almas y cuerpos (1980) narra la vida y la evolución -muy importante, la evolución- de diez jóvenes católicos británicos, ellas y ellos, desde 1952 hasta, aproximadamente, 1978. David Lodge (Londres, 1935) los pilla de inicio como estudiantes universitarios, asistiendo en una parroquia, antes de ir a clase, a la misa semanal que oficia un joven coadjutor más o menos enrollado. Ellos, católicos por tradición familiar y educación, pertenecen sin duda a una minoría activa y comprometida dentro de su propia confesión y, sobre todo, dentro de una sociedad inglesa mayoritariamente anglicana o descreída. Lodge los coloca inmersos en lo que llama, ya con desenfado, el juego de la Salvación, es decir, un itinerario que ha de llevarles, según cómo gestionen sus creencias y su comportamiento, a evitar el infierno muy temido y a acceder al cielo prometido y anhelado. Son todos vírgenes cuando los conocemos. Y, junto a la fuerza de sus convicciones, ya vemos que tienen sus cuitas respecto a las severas restricciones sexuales que les prescribe la moral católica y respecto a ciertos dogmas y directrices de la Iglesia. Estas cuitas irán a más, y a más, conforme ellos crecen, viven y piensan, y conforme la vida, el mundo y su Iglesia cambian a su lado. De eso va esta espléndida, divertidísima y, sin contradicción, triste novela.
Con Almas y cuerpos, que edita Impedimenta con traducción de Mariano Peyrou, va a ser preciso poner el foco, definitivamente, en la condición de escritor católico de David Lodge, sean cuales sean sus creencias actuales. Nacido en una familia católica, educado en una escuela católica, autor de una tesis sobre la novela católica inglesa, autodefinido en alguna ocasión como “católico agnóstico”, David Lodge se ha venido ocupando del catolicismo y de personajes católicos en varias novelas, pero nunca de una manera tan intensa y tan concreta como lo hizo en Almas y cuerpos. Digamos que Lodge, con buena clientela lectora en España, ha fijado su imagen como autor de tres desopilantes novelas llamadas de “campus” –Intercambios (1975), El mundo es un pañuelo (1988) y Buen trabajo (1988), las tres publicadas por Anagrama- y como penúltimo representante, siempre atento a los fenómenos del sexo y a las vicisitudes de la pareja, de la más brillante tradición de escritores ingleses de humor. Si ahora lo emparentamos también con la no menos brillante tradición inglesa de novelistas católicos, Lodge sería el penúltimo eslabón de una cadena que podría ir -la cito incompleta- de G. K.Chesterton y P.G. Wodehouse a Evelyn Waugh y Graham Greene, bien entendidas las muchas diferencias que hay entre los cuatro. En Almas y cuerpos, Lodge se cachondea con ganas (y con afecto, diría) del siempre angustiado Greene -que elogió la novela-, mientras que su demoledor humor está más cerca del Waugh más salvaje.