Hubo una época en que la palabra novela era sinónimo inmediato de largas historias que aspiraban a reproducir o abarcar el mundo en toda su inmensidad. El siglo XIX -impulsado por el formato serial del folletín, pero no siempre- fue el soberbio factótum de esa tendencia. Las novelas-río, largos ciclos de estirpe francesa, fueron una culminación, como testimonian los veinte tomos de Les Rougon-Macquart , de Emile Zola. Marcel Proust hizo implosionar a su manera esas ambiciones con otra clase de sutilezas seriales. Algo similar en relación al realismo se puede decir de James Joyce y su Ulises . O de El hombre sin atributos , de Robert Musil, respecto de las novelas de tesis. Y de La muerte de Virgilio , de Hermann Broch, que incorporó a la prosa el flujo poético.
La novela tradicional, de cientos de páginas, nunca dejó de existir, aunque aquella voracidad parece perdurar hoy de manera más visible en los símiles de Harry Potter, el fantasy , las series policiales y los bestsellers más calóricos, esos mamotretos de aspecto intimidante que se consumen con la facilidad adictiva del azúcar.
Por suerte, tampoco faltan los autores que siguen explorando sin red los límites del género en proyectos personales, más o menos titánicos. El término vanguardia se suele usar en estos casos de manera vicaria para señalar que no se siguen las leyes más comunes de la narración. Las más de mil páginas de 2666 , de Roberto Bolaño, publicadas de manera póstuma a comienzos de siglo, todavía repercuten como recordatorio de que también en castellano una novela puede ser avasallante. La reciente trilogía Outline , de la inglesa Rachel Cusk, es un ejemplo de narración que excede su propio marco. Salman Rushdie acaba de publicar en inglés Quichotte , uno de esos juegos metaficcionales que recuerdan que el escritor anglo-indio nunca fue -para bien o para mal- un obligatorio novelista de masas. En las últimas décadas pocas obras se aproximan, contra todo, a la inabarcable codicia narrativa de Cegador , la trilogía que el rumano Mircea Cartarescu (Bucarest, 1956) publicó entre 1996 y 2007.
Cegador propone un extraño señuelo formal: montada en tres partes, tiene forma de mariposa. Los volúmenes se llaman El ala izquierda , El cuerpo y El ala derecha . Qué significa que siga la estructura de esos lepidópteros que tanto recuerdan el espíritu de Vladimir Nabokov, el autor de Ada o el ardor , no queda del todo claro, pero sí puede confirmarse que las mariposas aparecen una y otra vez en la novela bajo diversas configuraciones: puede ser la mancha de nacimiento de la madre del narrador, los fantásticos ejemplares que se ven atrapados en un río congelado o incluso el monstruo, salido de una pesadilla, que una mujer perdida en tiempo y espacio se dedica a amamantar con pasión.