El viaje que propone Mircea Cartarescu en su trilogía ‘Cegador’ avanza como la Divina Comedia –y en sentido inverso a esta– por el paraíso, el purgatorio y el infierno de una memoria que va de lo real a lo onírico y que se entremezcla deformada con la del propio autor. Leer ‘Cegador’, del que ahora Impedimenta –la editorial que lo desveló en español– publica su segundo tomo, ‘El Cuerpo’, tras editar ‘El ala izquierda’, es una experiencia que pocos olvidarán. El propio autor nos habla de ella en esta entrevista concedida con motivo de la que iba a ser su primera visita a Asturias. Por razones obvias, el encuentro, organizado por la librería Cervantes en colaboración con el Aula de Cultura de EL COMERCIO ha sido pospuesto que no suspendido. Cartarescu promete presentar su novela en Asturias en cuanto sea posible.
– ‘Cegador’ toma la forma de una mariposa, símbolo del alma. ¿Diría que es una crónica de su propia conciencia de ser?
– Escribí ‘Cegador’ durante 14 años, sin ningún plan inicial y sin editarlo, como un gigantesco poema. Es el libro que ocupará para siempre el centro de mi obra y de mi vida, como el sol de un sistema planetario. Su rigurosa simetría se simboliza macroscópicamente en la forma de un gran coleóptero y eso se debe a varios motivos. En primer lugar, ¿qué es un libro abierto sino una gran mariposa tropical? El lomo es el cuerpo, y las páginas son las alas cubiertas por miríficos tatuajes. Además, la mariposa ha sido siempre un símbolo de la vida psíquica: los griegos imaginaban a la diosa del alma, Psique, como una doncella con alas de mariposa. Todo lo que es simétrico puede ser visto como una mariposa: el propio cerebro, con sus dos hemisferios y el cuerpo calloso que los une, el cuerpo humano, con su simetría bilateral, las eternas dicotomías de nuestro espíritu, luz-oscuridad, hombre-mujer, vida-muerte… Si cortas una sección de la médula espinal, encuentras una mariposa. También el hueso esfenoide tiene su forma. Los huesos de la pelvis son a su vez las mariposas que sostienen el vientre con sus alas. ‘Cegador’ no es únicamente un libro en forma de mariposa, sino también un libro lleno de mariposas como la caja de un insectario. También en otros de mis libros aparecen mariposas, pero en ‘Cegador’ son el símbolo central.
– En el primer libro de la trilogía, ‘El ala izquierda’, el eje era la infancia con su madre. ¿Cuál es el de ‘El cuerpo’?
– En grandes rasgos, ‘Cegador’ es un retablo semejante al ‘Políptico de Gante’ de Jan van Eyck o al ‘Jardín de las delicias’ del Bosco. ‘El cuadro izquierdo’ está dedicado al mundo de mi madre, con su pueblo, Tântava, visto como un nuevo Macondo, con su vida de joven trabajadora en el periodo comunista de Rumanía, con la formación de mi familia, que siempre ha tenido a mi madre en el centro. Mi madre sueña muchísimo (tiene noventa años y es extremadamente lúcida y llena de energía), y esa extraordinaria capacidad onírica me la ha pasado a mí. Pero también me ha pasado su espíritu sureño, de Muntenia, duro, panfletario, satírico. El cuadro central es el cuadro de Mircea, el niño y el adolescente del centro de la novela: el Bucarest de los años sesenta, nostálgico y decrépito como La Habana, los espectáculos populares de las ferias y el circo, la aparición de la policía secreta (la temida Securitate) en la vida de los jóvenes obreros que eran los padres de Mircea, la revelación de que Mircea tuvo un hermano gemelo, raptado en extrañas circunstancias, llevado a Ámsterdam y que se enroló luego en la Legión Extranjera. Toda la novela es, de hecho, la historia de dos gemelos, Mircea y Victor, una historia colosal que aglutina todas las demás. El episodio de ‘El cuerpo’ que transcurre en Ámsterdam es semejante al de Nueva Orleáns en ‘El ala izquierda’ y al de Como de ‘El ala derecha’. Cada una de las novelas de la trilogía incluye de esta manera una ciudad extranjera y exótica, con todo su aparato realista, pero, por encima de ellas y cubriéndolo todo con su semiesfera mágica, está Bucarest, un alter ego del personaje central. El tercer volumen, ‘El ala derecha’, se sumergirá en la historia reciente de Rumanía (el comunismo y la revolución de 1989) y tendrá como protagonista al padre de Mircea, un comunista convencido al principio y desencantado al final. Tenemos al fin y al cabo la estructura del mundo en tres niveles, como en la ‘Divina Comedia’, incluye un paraíso (la madre), un purgatorio (el hijo) y un infierno (el padre).
– La memoria y los sueños son fuentes de las que se nutre en ‘Cegador’. ¿Qué función juegan?
– Se trata, en general, de la vida interior que el hombre moderno, siempre corriendo, ignora cada vez más. Es nuestra vida con nosotros mismos, la profundización en nuestro propio pasado, en el oráculo místico de nuestros sueños, en nuestros estados de inspiración. Es la lectura de libros, a la que se renuncia cada vez más, es la costumbre de pensar sobre los acontecimientos del mundo con tu propia mente. Yo he concebido ‘Cegador’ (y otros de mis libros) como un monumento de pensamiento libre, en sentido contrario a las tendencias del individuo contemporáneo. Es una escritura onírica, pero también realista, mística pero con datos científicos precisos, estética pero también ética, llena de compasión por los discriminados y los desfavorecidos.
– En ‘El cuerpo’ alude con frecuencia a las formas fractales. ¿Una metáfora de cómo cada detalle de nuestra vida recoge la vida entera?
– Sí, se trata de una novela holográfica y fractálica, en la que los detalles son como el todo, en la que cada página abarca la estructura general. Mi ideal sería que cada lector sintiera en un determinado momento que el mundo de la novela se vuelve de repente claro y milagroso como esos autostereogramas que parecen manchas aleatorias, pero que se transforman en paisajes tridimensionales llenos de esplendor cuando dejas que tus ojos diverjan. El lector tendrá que permitir que sus hemisferios cerebrales diverjan para poder ‘ver’ mi libro no en tres, sino en cuatro dimensiones.
– Ha descrito su forma de escribir como la forma de hacer un nido de termita. ¿Cómo fue el proceso de ‘Cegador’?
– Exactamente así. Las termitas no cuentan con un plan para construir sus gigantescos nidos, que pueden alcanzar una altura de seis metros. Una coloca un trocito en un sitio y, al azar, otra pone otro trocito junto al primero. Poco a poco, sin un plan previo, se forma una construcción a imagen y semejanza de la termita. El plano es, de hecho, su propio cuerpo. Dada su estructura, solo puede construir esos nidos. De esa misma manera, el plano de mi novela soy yo mismo, con mi configuración biológica y espiritual. No necesito saber qué estoy haciendo: mi cuerpo y mi mente lo saben muy bien. Nadie más que yo podría escribir ‘Cegador’, así como yo tampoco podría escribir los libros de otros.
– Bucarest es algo más que un escenario en su novela. ¿Cuánto tiene de real y de inventada?
– Todo es real y todo es inventado. Bucarest es desde el principio un lugar fantástico, no existe uno así en el mundo. Es el lugar de las ruinas, de las casas amarilleadas, destruidas por el paso del tiempo, de los ingenuos adornos de escayola que decoran todos los balcones y ventanas, de las marquesinas con cristales multicolores sobre las puertas en las que siempre falta alguno. Es la ciudad sobre la que se encuentra pintado el más nostálgico de los techos: ningún pintor barroco dibujó unas nubes tan maravillosas, tan luminosas. Sobre el panorama de inutilidades que es Bucarest, desfilan sin cesar las carabelas y las goletas, las dragas y los trasatlánticos de las nubes de verano. Es una ciudad que le habría gustado a Chirico. Si esta es la ciudad real, su equivalente bajo la bóveda pintada de mi cráneo es mi propio cráneo, igualmente viejo y destrozado por la intemperie. Cualquiera de mis libros es una guía turística que dice en su primera página: ¡bienvenido a mi cerebro! Y que a continuación detalla, con diagramas numerados, mapas y fotografías a color, los puntos de atracción de la ciudad oculta, de la ciudad prohibida y que, sin embargo, se despliega como un privilegio bien merecido ante los ojos del lector.
– Un poeta español, Antonio Machado, escribió que «también la verdad se inventa». ¿Lo aplicaría a su literatura?
– La realidad es uno de los sueños de nuestra mente, un sueño especial al que regresamos periódicamente. No sabemos cómo es el mundo cuando no lo ve nadie. Sabemos únicamente cómo lo modela nuestra mente. Una longitud de onda produce la sensación de verde tal y como un arenque salado en la cena provoca un sueño en el que bebes agua sin conseguir aplacar la sed. Incluso aunque la realidad fuera real, no por ello dejaría de ser un sueño, puesto que no somos eternos. Un final significa también el final de la realidad, es decir, de nuestro sueño común. Cuando no quede una sola criatura viva en el universo, se acabará el ser y el no ser. En cuanto a la literatura, no existe, existen tan solo literaturas. Dos escritores como, por ejemplo, Kafka y Coelho, son más diferentes que un peluquero y un especialista en gravedad cuántica. La literatura sirve a una multitud de necesidades muy diferentes de las nuestras. La poesía es un arte diferente a la prosa, y la novela fantástica, un arte diferente a la novela policíaca. Yo creo en la literatura como la combustión total, sin ceniza, con una eficiencia del 100%. Cuando leo a Dostoievski, Dante Alighieri o Rilke, siento cómo mi cerebro estalla literalmente hecho añicos. Es una literatura no limits, una literatura de verdad. Pero a mí me gustan todas las clases de literatura como, cuando me paseo por el bosque, me gustan los árboles centenarios, pero también las pequeñas flores azules y blancas que crecen a sus pies.
– Durante años escribió solo poesía. ¿Qué papel sigue teniendo en su obra?
– La palabra poesía es engañosa. Muchos confunden la poesía con una categoría literaria, con el arte de la versificación. De hecho, los libros son fuentes en el mar, porque todo es de hecho poesía. Poesía es el ojo del poeta, que se puede alegrar con un cisne pero también con el tapón de plástico de una botella de agua mineral o de la nube en la uñita de un niño. La poesía es, de hecho, el estado de gracia de todas las cosas, ese ‘duende’ del que hablaba Lorca y que nos dice una sola cosa: el mundo es un milagro. Al igual que afirmaba Wittgenstein al final de su obra de juventud: «No puede existir ningún milagro en el mundo. Lo milagroso es que el mundo exista». El poeta es aquel capaz de sentir ese milagro. Yo intento escribir poemas, en versos o en prosa. Nunca he hecho otra cosa.
– Define la escritura como una suerte de religión. ¿Al lector de su obra le exige el mismo compromiso?
– Yo no espero nada, soy de naturaleza escéptica y estoica. Me sorprendo siempre que recibo una palabra de ánimo por parte de un lector. Y me alegra indeciblemente. En uno de mis encuentros con el público de Bogotá, el año pasado, un joven me dijo emocionado: «Sus libros me han cambiado la vida». No he escuchado jamás nada más bonito. Creo que todo escritor debería escuchar, siquiera una vez en la vida, esas palabras. Es la consagración suprema que ni la fama, las reseñas o los premios te pueden aportar.
– ¿Le conforta saber que tiene tantos lectores en tiempos de banalidad y confusión?
– …y de coronavirus, por desgracia. No tengo tantos lectores y no deseo vender millones de libros. Deseo lectores que me entiendan, que tengan la paciencia de leerme hasta el final, que no se sientan intimidados por la especial estructura de mis libros. Repartido por todo el mundo hay hoy en día un pequeño grupo de ‘aficionados’ con los que permanezco en contacto, una pequeña familia de ‘cartaresquianos’. Estamos juntos en esta aventura por la que les estoy infinitamente agradecido, al igual que a mis traductores y a mis editores de todas partes. De hecho, lo único que deseo en este momento es poder ofrecerles al menos otro libro como ‘Cegador’ o como ‘Solenoide’. En señal de aprecio infinito.