En 2018, A lo lejos (Impedimenta), la primera novela de un entonces desconocido Hernán Díaz, escritor argentino de raíces suecas afincado en Nueva York, se coló entre los finalistas al Pulitzer. Corrieron ríos de tinta sobre la posibilidad de que el wéstern volviese a la palestra. O la posibilidad de que, superados ya todos los prejuicios, en una época en la que los géneros se desdibujan y desaparecen, se le considerase, más allá de cualquier cosa, literatura. Lo cierto es que el logro de Díaz (Buenos Aires, 47 años) era uno repetido. El primer gran antiwéstern de la historia, Warlock, de Oakley Hall, una de las novelas favoritas del ilustre Thomas Pynchon, quedó finalista del Pulitzer en 1958. Lo que habría sorprendido es que Díaz se alzase exactamente 60 años después con el premio, avalando la profundidad de un género que, como apunta el propio escritor, “nunca se fue”, sino que, en realidad, ha sido siempre como un faro “de luz intermitente” al que los creadores han vuelto una y otra vez “por necesidad”.
Pero, ¿qué supone esa necesidad exactamente? “Subvertir el wéstern es un modo de intervenir en la historia de EE UU”, contesta el autor. Como Díaz, Jon Bilbao, su traductor —que está también a punto de publicar Basilisco (Impedimenta), su primera incursión en el género—, está convencido de que nada en el wéstern parte de lo real. “Su conexión con lo que pasó realmente es tan débil que no puedes evitar ser metanarrativo cuando escribes sobre el Lejano Oeste. Tus referentes son siempre narraciones previas”, dice Bilbao (Ribadesella, 48 años). “El género popular como tal no llegó a despegar literariamente, nadie se lo creyó. El wéstern nació antiwéstern para la literatura, y con un aire revisionista. No fue escrito cuando ocurría, es una mirada retrospectiva. El primer wéstern canónico, The Virginian, de Owen Wister, es de 1902”, agrega Díaz.
En cualquier caso, entonces aún era “altamente ideológico”. “Le otorgaba una pátina de glamour, un brillo romántico, a los peores rasgos de la sociedad norteamericana: el machismo, el fatalismo de las armas, el individualismo y su espantosa, genocida relación con la naturaleza y los no semejantes”, relata Díaz, cuya novela se remonta a una época anterior a la del vaquero. “No hay ninguno en mi historia porque no hay vacas aún, ni cercados. En cierto sentido, el vaquero marca el punto final del Wild West, porque muestra un Oeste ya domesticado en el que la obsesión principal es la propiedad privada. El wéstern de vaqueros es una oda al capital”, dice el escritor.
En eso coincide con Bilbao, para quien las “novelas de a duro”, las dime novels estadounidenses, los denostados bolsilibros, tenían en EE UU “una intención adoctrinante: pretendían comunicar a la nación que la ley y el Gobierno eran mejores que la libertad individual”. Les recordaba “lo peligrosa” que ésta podía llegar a ser.
Alfredo Lara López, al frente de la colección que el sello Valdemar dedica al western, que se abrió en 2011 con los relatos de Dorothy M. Johnson (según el editor, “el mejor escritor/a de wéstern de la historia”), opina que es un género “con tantas obras maestras como el resto”.
Lo que ocurre, dice, es que en España quedaron eclipsadas por la mala fama del bolsilibro. “Yo llegué a los clásicos del wéstern a través de la novela de aventuras, y me pregunté por qué nadie negaba la calidad que tenía el género en el cine, pensando en las películas de John Ford, o en el cómic, pensando en El teniente Blueberry [que dibujaba Jean Giraud, Moebius], y sí en lo literario. Entonces me propuse rescatar esos clásicos, en su mayoría por completo inéditos en español”, recuerda. Desde entonces ha publicado 22 títulos, muchos de los cuales fueron escritos por mujeres como Leigh Brackett. “Su Sigue el viento libre es uno de mis favoritos”, dice el editor.
Realismo sucio
Hoy en día, no son solo hombres como Díaz o Bilbao quienes recuperan el mito del Salvaje Oeste para desdibujarlo, refundarlo o astillarlo hasta que no quede de él más que lo que verdaderamente debió ser. También lo hacen mujeres como Claire Vaye Watkins (Bishop, California, 35 años), en durísimos y fascinantes relatos como Las excavaciones o Nevada (Malas Tierras), este con algo que podría considerarse un realismo sucio del Oeste. O Mariana Travacio (Rosario, 52 años), que explora el wéstern kafkiano en Como si existiese el perdón (Las Afueras). En paralelo, el wéstern también ha vuelto a cabalgar en las grandes pantallas, con películas como Los hermanos Sisters, de Jacques Audiard, o La balada de Buster Scruggs, de los Coen.
No hay unanimidad respecto a la obra literaria que puso en marcha el género, y hay quien asegura que tal honor no le corresponde al mencionado The Virginian, sino a una novela escrita 30 años antes por una mujer, Emma Ghent Curtis: The Administratrix. “Estamos hablando de un género que no es mera evasión, sino una forma de conocerse a uno mismo”, dice Bilbao. De ahondar, sobre todo, en lo que consiste, o consistía, ser un hombre “sin fisuras”. “El vaquero es un destilado de masculinidad. Es un personaje resolutivo, que dispone de muchos recursos en un ámbito muy limitado porque está solo, porque no tiene a nadie que le cuestione. Si parece invencible es porque continuamente evita situaciones que podrían mermar la imagen que proyecta. Cualquier vaquero que tuviera que enfrentarse al cuidado de sus hijos, o al día a día de una pareja en la que primase la empatía, se desmoronaría”, argumenta Bilbao, que explora ese tema en Basilisco, una novela espejo en la que un hombre del siglo XXI, en plena crisis personal, se mira en el cowboy clásico sobre el que está escribiendo. A Díaz, sin embargo, le interesa más el asunto del forastero. Y el desierto, el cómo puede ser alguien considerado extranjero en un lugar en el que las raíces no existen.
EL TIEMPO SIN MEMORIA
El tiempo en un wéstern es siempre, como hoy, un presente continuo sin pasado ni futuro. “La expectativa de vida se situaba entre los 26 y los 28 años. No había ancianos, con lo que no había memoria, y el futuro no existía”, dice Hernán Díaz. De ahí que en su novela él juegue a no conjugar los verbos. Su protagonista, Håkan, un ser casi mitológico sobre el que se cierne una leyenda de la que él mismo no es consciente, vive “perdido en el tiempo y el espacio”. Y va, en otro intento de derribar el mito, camino de Nueva York y no de California. En ese trayecto no utiliza a mujeres sino que las mujeres le utilizan, es un objeto de deseo. Y su única relación afectiva es con un hombre. “Håkan va en contra de la historia en todos los sentidos, y vive tan en la penumbra, en ese mundo primitivo en el que todo era bruma, en que todo lo que pasa le llega como un eco, porque todo pasa lejos”, cuenta Díaz, que cree que puede haber una necesidad inconsciente del escritor de esa vuelta a la era de la ficción incontrolablemente primitiva en un mundo por completo bajo control como el actual.