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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

El monstruo invisible Fantasías, imaginación y paranoia sobre virus y pandemias

El narrador del Diario del año de la peste (1722), de Daniel Defoe, había escuchado decir que si una persona infectada sopla sobre un cristal, “podrían verse allí, con un microscopio, criaturas vivas de formas extrañas, monstruosas y aterradoras, tales como dragones, serpientes y diablos”.

Fue el botánico ruso Dimitri Ivanovski quien descubrió que los virus son más pequeños que las bacterias. En 1892 demostró que la resina de una planta de tabaco infectada con la enfermedad llamada mosaico del tabaco permanecía infectada incluso tras haberla pasado por los más finos filtros de porcelana disponibles. Lo descubrió con el microscopio de luz. Sin embargo, como explica Philip Ball en El peligroso encanto de ser invisible, los virus siguieron siendo presencias invisibles hasta la invención del microscopio electrónico en 1930. Recién entonces pudo demostrarse que los virus son a menudo más exóticos que cualquier cosa que imaginaran las demonologías convencionales. La mirada, al acercarse, no encuentra en esas formas parecidos con gusanos o serpientes, como ocurre con las bacterias, sino que presentan una gama de estructuras que desestabilizan nuestras ideas sobre las formas llamadas orgánicas. Algunos virus son largas varillas cilíndricas, otros cristales poliédricos platónicos o singulares erizos de mar. Algunos incluso llevan apéndices y protrusiones más propias de las arañas que les permiten navegar e inyectar su núcleo genético en células infectadas. Ball dice que son demonios invisibles apropiados para la era de la ciencia ficción, una forma de vida diferente a la que conocemos. Por ejemplo no suelen replicarse por división, como sucede con las bacterias, sino simplemente copian su material genético y luego ensamblan la cubierta proteica que lo rodea. Algunos virus producen sus propios mecanismos enzimáticos de replicación, otros toman el control de las células que infectan. Si es que se los puede considerar seres vivos, lo son en la forma más básica de todas: como ácidos nucleicos autocopiables, estrechamente empaquetados en una cubierta proteica. Son máquinas que se copian a sí mismas, alcanzando una habilidad mortal para reaccionar rápidamente a sus circunstancias, refinándose mediante el ciego tamiz de la selección natural. La característica que los convierte en formas tan particulares y, de algún modo, impredecibles, es que los virus evolucionan a una velocidad letal.