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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2008 (Grupo Contexto)

Maryse Condé nació en una isla (Grande-Terre, Guadalupe) y creció mirando al Caribe. Luego viajó por medio mundo, ancheó su vida en África y Estados Unidos, conoció el islam y el budismo, el dolor (mucho) y la alegría (menos), pero nunca dejó de ser aquella niña que se enfadaba cuando el mar se oscurecía en los días de tormenta. «El mar es muy importante para cualquiera que haya nacido en una isla. Cuando cambia de color, del azul al gris, del gris al negro, altera mis estados de ánimo. Cuando está azul o verde me siento en paz, cuando su color es negro siento ira… Recuerdo que mi padre nadaba todos los días, y cuando nos portábamos bien nos dejaba acompañarle. Cuando pienso en él le veo siempre en bañador», contaba a ABC en su última entrevista, publicada hace apenas dos semanas, en la que aseguraba que aún seguía escribiendo, agarrada a sus recuerdos: había perdido la vista y el pulso, pero le dictaba las novelas a su marido, Richard Philcox, que era también su traductor al inglés. Fue él quien anunció la muerte de Condé. Tenía 87 años y el cuerpo gastado por una enfermedad degenerativa.

Lo primero que escribió Condé fue un poema. Se lo dedicó a su madre. «Es horrible, no vales para escribir», le dijo ella, severísima. Tenía diez años. Su primera novela no la publicó hasta los 39, no por el trauma sino por algo peor. «No me puse a escribir hasta que dejé de tener tantos problemas y me pude permitir reemplazar los dramas de verdad por los dramas de papel», confesó ella misma en ‘La vida sin maquillaje’, que continuaba el relato autobiográfico que había empezado en ‘Corazón que ríe, corazón que llora’ (ambas en Impedimenta, la editorial que la ha aupado en España).

A pesar de empezar tan tarde, Condé se convirtió en una referencia de la literatura francófona tanto por su obra de ficción como por sus memorias: en los dos lados de la imaginación exploró el desarraigo, el racismo, la nostalgia y el machismo. Era el lugar desde donde miraba, tan contemporáneo. Acertó a leer de una nueva forma los viejos tiempos. La coronaron como «eterna candidata al Nobel». En 2018, cuando la Academia Sueca estaba sumida en un escándalo de abusos sexuales y tráfico de influencias y decidió no entregar el galardón, ella recibió el Nobel Alternativo. Es la única ganadora de la (breve) historia del premio.

Los padres de Condé pertenecían a la asociación Grand Nègres (Negros Ejemplares) de Grande-Terre, una élite social y cultural que condicionó su educación, definida siempre en oposición a la vagancia de las clases bajas. Su madre le prohibió hablar creole y la obligó a aprender francés. Fue en París, ya en la universidad, cuando ‘descubrió’ que era negra. Ellos también. La autora repetía mucho una anécdota: una vez sus padres entraron en un restaurante de alto nivel y alguien se quejó en voz que los negros estaban ya por todas partes. «‘Sí’, replicó mi madre con arrogancia, ‘van incluso a la universidad’».

«Puedo decir que Frantz Fanon [el autor de ‘Piel negra, máscaras blancas’, de 1952] ha desempeñado un papel muy importante en mi vida. Sobre todo cuando dijo eso de que si no fuera por el mundo blanco no habría negros. Entonces comprendí que todo depende de la mirada del Otro», contaba ella. En 2020 Macron le entregó la Orden del Mérito de la República. «Sigo pensando que hay rachas de racismo en Francia. Además, sigo siendo relativamente desconocida ahí, rara vez me invitan a programas literarios y nunca he ganado uno de los premios literarios franceses de prestigio. Creo que desagrado y escandalizo por mi denuncia del colonialismo francés. Y porque no cedo al exotismo».

COLOR Y SUFRIMIENTO

Condé se doctoró en literatura y ejerció como profesora universitaria en Francia y Estados Unidos, en centro de renombre. Antes vivió y trabajó y erró en Costa de Marfil, Guinea, Ghana y Senegal, donde entró como madre divorciada y salió con un nuevo marido, Richard Philcox. De toda esa experiencia se nutre su universo literario, que es exótico sin caer en el exotismo: están los olores y colores de las Antillas, pero también el sufrimiento de sus gentes, la pintura y la sangre, los derrotados, los olvidados, los vencidos, los lejanos. En ‘Yo, Tituba, la bruja negra de Salem’ adoptó la voz de una bruja nacida en un barco negrero para devolverle la dignidad; en ‘El evangelio del Nuevo Mundo’ reescribió el Nuevo Testamento para su tierra, en clave de realismo mágico; en ‘La deseada’ describió el sufrimiento de tres generaciones de mujeres unidas por la violencia; y en ‘Historia de la mujer caníbal’ exploró la soledad de la extranjería a través de una viuda. Son las cuatro novelas que tiene traducidas al español. De momento. Ahora estaba escribiendo la historia de sus abuelos, que habían sido esclavizados y oprimidos. «¿Cómo he llegado a ser lo que soy después de un árbol genealógico tan dramático? Esa es la pregunta».

Ella defendía una literatura caníbal más allá del tribalismo y la geografía, algo así como una superación del identitarismo sin renunciar a las raíces. La idea partía de los trabajos del brasileño Oswaldo de Andrade, que había demostrado que los indios tupinambá de su país se comían ciertas partes del cuerpo de los misioneros que iban a evangelizarlos (el hígado, el corazón, el cerebro) para así apoderarse de su fuerza y de su virtud. «En la canibalización tomamos prestadas ideas incluso del colonizador. Yo, por ejemplo, he canibalizado la literatura occidental, especialmente a Emily Brontë: convertí ‘Cumbres borrascosas’ en una novela caribeña [‘La migración de los corazones’]. Fue una amiga de mi madre quien me regaló ‘Cumbres borrascosas’, y el libro atrajo directamente a la niña guadalupeña que yo era por entonces: hablaba de la muerte, el amor y lo sobrenatural, que eran temas cotidianos en Guadalupe, cercanos, aunque los había escrito una autora inglesa. Esto demuestra que la literatura es un lenguaje universal y no es específica de un país concreto». Creía que los libros podían abrir puertas, ampliar miradas, derribar prejuicios. «Yo me esfuerzo por crear un mundo de armonía y donde la tolerancia no dependa del color de la piel».

Al final de su vida, decía, recordaba más el dolor que la alegría. Tenía miedo a la muerte porque nunca pudo olvidar la pérdida de su madre. «Dejé de leer a Marguerite Yourcenar porque escribió que es posible superar la muerte de una madre… La muerte es lo desconocido por excelencia. La muerte te roba a las personas que quieres y a tu familia. Desde que perdí a mi madre creo que la muerte es aterradora. Y malvada».

—Bruno Pardo Porto