Ha muerto Maryse Condé, la escritora guadalupeña que en su obra exploró las conexiones profundas entre sus Antillas natales, la historia de la esclavitud, el colonialismo y la descolonización, y su propia vida nómada y agitada entre América, Europa y África. Tenía 87 años y desde hacía tiempo había perdido la vista, tenía dificultades para moverse y no podía escribir, aunque en una entrevista hace tres años en su casa en la Provenza confesaba haber alcanzado una especie de estado zen, una forma de plenitud. “Es ahora, cuando soy vieja, que la vida es fácil”, decía. “No tengo problemas de dinero. Mis hijos son adultos. Para mí, vivir significa ser un poco infeliz y pelear, todo el tiempo”.
Condé murió en la noche del lunes en un hospital de Apt, cerca de su casa en el sur de Francia, según informó su marido a la agencia France Presse. Autora de una treintena de ensayos, obras de teatro, memorias y sobre todo novelas —entre ellas las celebradas Ségou y Yo, Tituba, la bruja negra de Salem—, y directora durante años del Departamento de Estudios franceses y francófonos de la Universidad de Columbia.
La escritora pertenecía a una estirpe inclasificable. Nacida en Guadalupe, territorio ultraperiférico de la República, era francesa por el pasaporte, pero militaba por la independencia de su archipiélago natal. Escribía en francés y nominalmente pertenecía a la francofonía, como sus mayores, el poeta también antillano Aimé Césaire, y el senegalés Léopold Sédar Senghor, pero ella afirmaba que en realidad no escribía “ni francés ni criollo”, sino “en Maryse Condé”.
En esta lengua particular, el marysecondé, y lejos de los circuitos del poder literario parisino, construyó una obra poderosa y popular que obtuvo más reconocimiento en países como Estados Unidos que en Francia, donde ha muerto sin obtener ninguno de los grandes premios literarios. Su nombre sonó repetidamente para el Premio Nobel de Literatura. Recibió en 2018, año en que por un escándalo sexual este se suspendió, el Nobel alternativo. El presidente Emmanuel Macron le entregó en 2020 la Orden del Mérito de la República francesa. Dijo entonces: “Me conmueven los combates que usted ha librado y, sobre todo, esta especie de fiebre que la empuja, esta indisciplina, esta desubicación permanente.”
Maryse Condé, cuando recibió a EL PAÍS en enero de 2021, mostraba con orgullo la fotografía junto a Macron y dedicada por el presidente. La pandemia todavía asolaba el mundo, pero ella ya no llevaba mascarilla, al contrario que el fotógrafo y el redactor, además de su marido y traductor al inglés, Richard Philcox, presente en la entrevista. Ya no podía leer: escuchaba audiolibros. Ni escribir: se los dictaba a Richard o a una amiga. Pero en esta casa en las afueras de Gordes, un pintoresco pueblo en las montañas provenzales del Luberon, lejos de África y del Caribe, decía haber hallado “un cierto reposo” tras una vida hecha de idas y venidas por varios continentes, de combates y decepciones políticas y separaciones familiares entre continentes e identidades.
Su padre era banquero; su madre, maestra. Ella era la menor de ocho hermanos en una familia de la burguesía negra de Pointe-à-Pitre, en Guadalupe. Se consideraban “supernegros”. “Mis padres eran víctimas de las ideas coloniales, pero no se daban cuenta”, explicaba en la citada entrevista, publicada en Babelia. “Querían demostrar que los negros como ellos podían comportarse bien y dar ejemplo”. “Piel negra, máscara blanca”, decía el intelectual de la descolonización Frantz Fanon para referirse a este tipo de colonizados que no sabían que lo eran.
Fue durante sus estudios en París que Maryse Condé descubrió su negritud: “Francia era profundamente racista… Allí me di cuenta de que yo no era como los franceses.” Más tarde, en África, donde aterrizó en pleno proceso de descolonización, la futura escritora se liberó definitivamente de las raíces familiares y modeló su identidad en unos años de dificultades económicas y persecuciones políticas. Vivió en Costa de Marfil, Guinea, Ghana, Senegal. Fue profesora y periodista, y tuvo cuatro hijos, con el periodista haitiano Jean Dominique y con el actor Mamadou Condé. “Las mujeres africanas”, decía, me enseñaron mucho. Son fuertes y bellas. Aguantan mucho”. ¿Los hombres? No tanto: “En el ambiente en el que viví, los hombres no eran realmente pilares sólidos en los que apoyarse”. Su visión de África no era nada idealista: “Jamás me consideró su hija, una prima rarita como mucho”. Reconstruyó aquella etapa en La vida sin maquillaje, publicado en castellano, como buena parte de su obra, por Impedimenta, y traducida por Martha Asunción Alonso.
“Empecé [a escribir] a los 40 años”, rememoraba en el salón de su casa. “¡Antes no podía! Tenía cuatro hijos, debía criarlos sin marido”. Cuando la visitamos, acababa de publicarse la novela La Deseada en español y en francés había publicado unos años antes El fabuloso y triste destino de Iván e Ivana. Estaba ultimando una nueva novela, El evangelio del nuevo mundo. Parecía en paz. “Yo buscaba algo, y esto me llevó a viajar. Nunca lo encontré”, dijo. “Es complejo llegar a conocerse y a saber quién es una. A mí me ha llevado toda una vida”.
—Marc Bassets
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